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“Devenir padre: singularidad, deseo y tempo”.

Dr. Luis Alberto Suárez Rojas – Doctor en Antropología y psicoterapeuta en formación de la promoción 40 del CPPL

 

Este mes de Junio, a propósito de la celebración del Día del Padre, queremos presentarles un breve texto de Luis Alberto Suárez Rojas, quien nos obsequia una reflexión sobre su experiencia de la paternidad y como esta se viene construyendo en el vínculo con su hijo y en el recuerdo siempre presente del vínculo con su padre.

 

Devenir padre fue un verdadero acontecimiento en mi vida. Bien dicen que las madres gestan a sus bebés en el vientre, y los padres lo hacemos en nuestra propia mente. Para mí, ser padre implicó enfrentarme a la responsabilidad ante un Otro que deviene hijo. Fue un evento que inauguró una andanada de nuevas emociones, nuevas ansiedades —en medio del vendaval que significó la pandemia en nuestras vidas— y, sin duda, marcó un antes y un después.

Aunque uno mismo se reconoce en parte en el hijo pequeño y frágil, he quedado admirado, extrañado e interpelado por su singularidad. Debo reconocer que he advertido en él algunos gestos y reacciones espontáneas que me evocan a mi madre o a mi padre. Eso no puedo explicármelo. Pero es como si el hijo fuera un espacio de resonancia, lo cual me hace pensar hasta qué punto somos realmente seres absolutamente singulares, o nos inclinamos en ver en el otro, el hijo, algo de los otros, nuestros padres.

La pandemia, tiempo en el cual llegó a nuestras vidas mi hijo, el pequeño Fernando, me permitió estar presente en cada uno de los momentos importantes: la gestación, el parto y luego su llegada al mundo. He preparado papilla, cambiado pañales, recitado mantras budistas para dormirlo, lo he cargado en brazos, bañado, una y otra vez, hasta que fue posible hacerlo. Siento que todo pasó demasiado rápido. Al inicio veía su crecimiento como algo lejano, pero, en un abrir y cerrar de ojos, habló, caminó y fue adquiriendo mayor independencia, al tiempo que admiraba el mundo con asombro.

Yo soñaba con pasearlo en la carriola, caminar por los parques; aunque eso sucedió apenas un par de veces. Muy pronto descubrimos que, mientras uno regresaba extenuado, su majestad el bebé aún tenía toda la energía. Desde ese momento decidimos que todos caminaríamos un poco, jugaríamos y descansaríamos por igual. Adiós al sueño de la carriola.

Fue así como comprendí que Fernando debía adaptarse a nuestras vidas y seguir, con cierta plasticidad, nuestros ritmos; pero también nosotros teníamos que adecuarnos a su propio tempo y necesidades, siempre respetando su singularidad y brindándole seguridad, espacio para el juego, el descubrimiento, la sorpresa y la risa franca y distendida.

El tema de los ritmos y los tiempos es algo que he reflexionado mucho. En mi propia experiencia, los momentos compartidos en la mesa —ya fuera durante el desayuno, el almuerzo o por la tarde— fueron una rutina indispensable para el afecto y el goce que transmitía mi padre y mi madre en esos encuentros. Desde lo más sencillo hasta la pintadilla frita, o el pampanito a la moda china, todo era una delicia sin par. Sobre todo, en Lurín, donde los pescadores traían cangrejo y podías observar cómo se movían aún. Por eso, trato de recrear ese tiempo de disfrute, gozo y conexión. Para mí, la comida no es una obligación, sino un gozo. En esos pequeños gestos uno se reencuentra: siendo padre como el hijo que fue y con el padre que tuvo.

Mi padre adoraba armar y desarmar cosas, a veces con éxito y en otras no. A Fernando le fascinan los juguetes con tornillos: destornilla, arma, desarma; tiene herramientas de juguete y colecciona frascos con distintos tipos de tornillos. Y le fascina jugar con el martillo de madera, imagina que coloca clavos y testea el sonido de los muros. Distingue con claridad entre una llave francesa y una inglesa. Algún día, quizá, mirará los frascos de pernos, guachas, tuercas, cables y demás objetos que dejó mi padre.

El juego de Fernando trae consigo una metáfora: la de algo que se arma y se desarma, algo que parece predecible y, al mismo tiempo, impredecible. Yo me inclino por lo constante, por lo previsible, pero la vida misma nos sitúa una y otra vez en escenarios inesperados: una fiebre en la noche, una visita de urgencia a la clínica en la madrugada y no queda otra que seguir jugando: armando y desarmando.

A veces me pregunto ¿Estaré haciéndolo bien, será suficiente? ¿Será acaso que la figura del hijo introduce inevitablemente ese elemento impredecible? Sin duda. Me genera ansiedad —lo reconozco—, pero también me enseña que la vida es justamente eso: un puñado de certezas y de incertidumbres que se anudan con el deseo.

Deseo fervientemente darle a mi hijo todo aquello bueno que recibí de mi padre. Solo me queda gratitud a mi padre. Cuando era niño quería pintar en la orilla del mar, mi papá me hizo un caballete y lo cargaba por la orilla del río Lurín, bajo el sol. Cuando quería escuchar mis long-plays de ópera, él ponía a punto el tocadiscos. Más tarde, me regaló una hermosa radio para escuchar mis CDs, recuerdo que fuimos juntos a comprarla. Luego en mi adolescencia, si deseaba ver óperas en video en el CC Peruano Británico -como era costumbre- me llevaba en su Volkswagen y me esperaba durante toda la función.

Mi padre amaba ver sus películas Western, y juntos disfrutábamos del buen comer, ya fuera ante una mesa elegante o compartiendo una sandía en medio de la chacra, muy cerca a la orilla del río en Lurín. Por supuesto, ahora entiendo que también tenía rasgos melancólicos. Pero siempre supo transmitir un gozo por la vida, por el disfrute. Justamente, Massimo Recalcati dice que el trabajo del padre es transmitir a su hijo el deseo, no como una imposición, sino, dándole testimonio del mismo.

 

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